viernes, 13 de abril de 2012

Primera parte.

He estado dieciséis años pensando que las películas de verdad existen. Que son historias reales, con gente real y cada vez me aferro más a esa idea. El problema que invade a la mayoría de humanos, y por tanto, también a mi, es que queremos que nuestra vida, o mejor dicho, nuestras vivencias sean iguales que las de esa película que tanto amamos. He tardado todo este tiempo en darme cuenta de ello, porque si no hay dos vidas iguales, tampoco habrá una vida y una película igual; y es por ello, por lo que cuando alguien lleva a la realidad del día a día un acto de una película, nos parece una persona susceptible, poca cosa, sin imaginación, austera o como cada cual lo quiera llamar. Es difícil creer en esta idea, porque los actos que nos rodean suelen ser repetitivos, una rutina que se sucede diario, pero que además se repite de generación en generación. Resulta difícil encontrar un verdadero aliciente que te haga conocer esa chispa, eso que te lleve a la locura, para explicarlo mejor, algo que ayude a encender ese fuego que te haga esperar una llamada, una mirada, una sonrisa o simplemente un chasquido que te devuelva a la realidad. Y me he dado cuenta de todo ese manual de instrucciones de como querer a alguien (no me gusta reducirlo a la palabra amor) cuando le conocí a él, a Stev. Recuerdo perfectamente cuando sentada sobre el primer banco de la avenida Lexington lo vi pasar, cigarro en mano y libro en la otra, por delante de mis ojos. Las hormigas no llenaron mi estómago, ni las mariposas tampoco, sino que este se formó dentro de mi una especie de lazo incapaz de hacerme  reaccionar. Pero momentos después maldije a Cúpido ( si es que existe ) cuando la colilla de su cigarro cayó sobre mi pie. Mi voz solo me permitió un grito ahogado, que estoy segura que nadie mas oyó, solo que mi mente. Y maldije, maldije aquel momento durante días, mientras mi herida estuvo latente en mi pie. No sabía nada sobre aquel tipejo, pero sin saber por qué tenia la necesidad de acudir al banco donde lo conocí, o mejor dicho, ví,  cada día, con la intención de verle otra vez. Me negaba a pensar en aquella situación, como yo, la peor mujer de todas, capaz de arrancarle la cabeza a todo aquel que colocara sus ojos sobre mi y dejar sin corazón a todo aquel que decidiera quererme, era capaz de semejante atrocidad. ¿Por qué no se fijaba en mi? Tal vez mis atuendos de cuero y cadenas, no eran lo más adecuado, pero todos, absolutamente todos, se cegaban con mi belleza y, ¿por qué él no? Un día tras otro en el mismo banco, y él siempre pasaba a la misma hora sujetando un cigarrillo y un libro. Parecía frío, como el invierno, pero a la vez tenía algo que le iluminaba. A mi me recordaba a aquel cuento que mi padre me contaba de pequeña, en el que aparecía un pájaro rojo posado sobre la rama de un gran árbol, que siempre, a pesar de lo que pasara, se volvían a encontrar para poder dormir felices. Pues esto era parecido, el éxtasis que recorría mi cuerpo cada vez que le veía no se puede comparar con nada, con ninguna acción y es más con ningún placer del mundo. Con el paso del tiempo empecé a pensar que el chico bueno no se iba a fijar en la niña mala, como ocurría siempre en las películas, lo más seguro es que me viera y se afligiera de mi, de mi forma de ser y sobretodo de lo que había hecho. Esto último nadie lo sabía, pero a pesar de que me había mudado hacía poco al barrio, los vecinos ya empezaban a rumorear sobre mi estancia en el internado, y peor aún, algunos ya conocían mi estancia en el reformatorio. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario